top of page

Amarena y la inundación

Foto del escritor: Lorena AmkieLorena Amkie

Las alas diminutas de Amarena se agitaban, dejando atrás el corazón de ese girasol que había estirado el tallo solo para ella, ofreciéndose como las damiselas victorianas ofrecían las níveas gargantas al vampiro consorte de turno, recreándose en los picotazos, palpitándole con la miel entre los dos dientes que constituían su pico, calmándole la sed con la urgencia del que agoniza, y es que el agua había roto los diques y levantado los musgos; el agua había dejado de ser lago para ser caudal, y el caudal tenía cuentas pendientes con el pueblo.  

Amarena, ignorante de dioses y mitologías, no pensó en el fin del mundo ni en el pecado; no pensó en la mala suerte porque no hay lamentos en los cerebros pequeños de los pájaros, que tienen el espacio justo, justo el espacio para sentir el hambre, que es la sed; para sentir la sed, que es el deseo; para sentir el deseo, que es la vida, y para vivir.

Sus ojillos de convexa visión periférica —de minúsculo alcance si hay cordilleras, de alcance infinito si de pistilos se trata—, buscaron la próxima isla, pero venía el caudal y convertía a los sauces en balsas, a las casas en barcos y a los vivos en muertos, y ¿qué muerto se preocupa por un ave de cinco gramos? ¿Qué vivo?

Las petunias, arracimadas en las herrerías de los balcones, musitaron a coro sus últimas plegarias antes de que sus hogares de barro cocido las llevaran al fondo que aún no era fondo porque se movía, se desfondaba y enfondaba y era superficie y marea y abisal, todo a la vez y de todos los colores: del color de las tazas que navegaban fuera de sus vitrinas para luego llenarse y dejar un rastro de burbujas mientras se precipitaban hacia un suelo que no las rompería; del color de noticias amarillentas que pudieron ser aviones, que pudieron ser barquitos, y en vez deslavaron sus letras en la espuma, resignadas al olvido.

Aterrizar aquí para qué, pensaba Amarena al analizar una superficie y otra, si un segundo después el aquí ya es allá, golpeado por las balsas o ahogado por los gritos. Pero sus cinco gramos se sentían ya como seis, y el pánico le consumía la dulzura del néctar y le hacía creer, por primera vez, en un castigo, y pensar en un castigo es pensar en un dios, y el cerebro de un ave, cuando deja entrar a dios, se expulsa a sí mismo del aire.

Acostumbrada a desfogar hibiscos y a picotear almendros, al zumbido de las abejas y al vibrar de la hojarasca, el avecilla buscó la digestión del caudal: en alguna parte algo debía estarse gestando. Pero el caudal, boca enorme, abismo invertido, consumía a la vez que destruía, sin sembrarse más que a sí mismo ni nutrirse ni quedarse. Amarena entendió entonces lo que era la muerte, y cuando el alma de un pájaro entiende la muerte, olvida la única y divina obligación de sobrevivir.

Pronto le llegaría el agotamiento: ¿cuánto puede aguantar en el aire un ave de cinco gramos? ¿Y para qué, si no hay néctar que rebuscar ni polen que llevar ni ciclo que perpetuar? Las alas, antes invisibles por fugaces, se congelan un instante, pintándose contra el fondo todo blanco, todo nubes, todo nada. A su alrededor no hay aves: se han marchado o rendido; los hogares de barro de las flores se convierten en anclas fatales y ellas, agitándose como manos que se despiden, derraman sus pétalos antes de hundirse.

Amarena pierde lo que dicen se pierde al último, y su cuerpecillo se precipita al vacío. La recibe la copa aún flotante de un girasol, que será su última morada, su funeral vikingo sin fuego, y antes de cerrar los ojos, alcanza a ver el momento en que las aves del paraíso comprueban, entre inútiles aleteos, que no son aves sino criaturas terrestres. Maldicen, escupiendo savia, a los nombres mentirosos y a los nombradores malintencionados; cacarean y se alzan, rebeldes, pero las raíces las anclan a la tierra y la tierra las encierra en sus macetas engarzadas a una verja que se las llevará a todas, y al suelo del balcón, al fondo del río.

Ojalá dejaran de resistirse de una buena vez, piensa Amarena, que prefiero silencio para este último vaivén, y dignidad para las últimas flores. Pero las aves de paraíso se niegan: inclinan los tallos hacia las macetas vecinas y se picotean unas a otras las prisiones de tierra con sus bocas de pétalo insurrecto, y se comen la tierra, y la escupen, y se hieren los tallos y siguen, ciegas y furiosas mientras el agua cae y las rodea.

Siguen, con los picos ya romos y chorreando sangre savia, con los cuerpos exhaustos hasta que una se libera y emerge, cargando sus raíces y agitando sus hojas alas. Luego emerge la segunda, la tercera después, se sacuden las migajas de tierra como gatos bajo la lluvia y echan a volar ante los ojillos atónitos de Amarena, que las ve atravesar las nubes, mutadas, sobrevivientes invencibles, primero con toda claridad; luego difusas, como a través de agua, ¡a través de agua! Su pequeño corazón decide antes que su cerebro; su ligero cuerpo obedece y se hunde en la espuma y el cansancio se esfuma y el hambre se transforma.

Sobre su cabeza flota la tumba girasol, vacía; a su alrededor el agua es cada vez más quietud, menos remolinos; agita sus alas y vuela entre los escombros con sus aletas; se desprende de sus plumas a cambio de una piel lustrosa y anfibia. Suelta burbujas de alegría y deja de ver hacia el cielo, al que ya no pertenece, para dirigirse al abisal, a las aguas tibias, a los manantiales, ríos y océanos inexplorados: deja el polen y la tierra por el plancton y las corrientes, pues si una flor puede un día echar a volar, ¿por qué no podría un colibrí, un día, echar a nadar?

 

 
 
 

Entradas recientes

Ver todo

Dejé de escribir de amor

Hace rato que dejé de escribir de amor, como si hacerlo supusiera reducir lo que soy, lo que me he encargado de construir con base en mi...

1件のコメント


😁

¡Me sorprendiste con el final!

Adaptarse o morir, lo que se dice.

Me gustó, aunque temí por Amarena. Suerte que se amarinó 🤡

🩵🩵🩵

いいね!
bottom of page