La metí a casa para protegerla del temporal que venía. Él se burló de mí, dijo: está hecho para vivir fuera, siempre ha vivido fuera, quiere estar fuera, mojarse, enterrarse o lo que hagan esos bichos cuando llueve. Bichos, había dicho, en general y en masculino. Él no sabía que yo la veía todos los días en el mismo lugar, a la misma hora, y que tenía el teléfono lleno de fotos suyas porque me parecía tan hermosa, con su rostro de triángulo y esos ojos de elipse que es imposible imaginar cerrados, con las angulosas extremidades duras, pero a la vez tan frágiles, siempre unidas en plegaria. ¿Qué pedía cuando pedía? Yo no quería que el viento se la llevara lejos, aunque sobreviviera. No soportaba la idea de que pudiera aparecer en otra terraza y yo no volviera a verla nunca.
Leí cómo cuidarla, qué darle de comer, cómo preferiría dormir.
Él se burló de mí.
La mantis se ancló en el respaldo de una silla, agradecida, mientras afuera las nubes se vaciaban con furia. Nos miraba. Me sonreía con esa quijada en forma de V. Sin enseñarme los dientes pero sugiriéndolos. Filosos, seguro. A él lo miraba ir, venir, tomar café, burlarse. No parpadeaba nunca, ella, y seguía rezando. Con sus patitas, patas, ¿manos? Pezuñas, cascos como de montura, garras como de dragón, que era pequeña pero había que imaginarla enorme y temerle y respetarla. Empecé a unir mis manos a escondidas, a pedir cosas también. ¿Qué pedía? No era importante porque nadie escuchaba.
Ella comía moscas que a veces se le acercaban sin que tuviera que moverse. Otro día la vi sosteniendo una cucaracha mientras masticaba con calma la cabeza, arrancada. ¿Teníamos cucarachas? No, esta había llegado de afuera buscando, no comer, sino ser comida. Seguía agitando las patas. Tomé un par de fotos, dos minutos de video. Ella sonrió para la cámara. Él hizo una mueca de asco. Luego se burló en voz más alta. Ella giró la cabeza lento, lo miró con esos ojos entornados y volvió a su alimentación, aunque se aburrió pronto: prefería las cabezas. Barrí el resto de la cucaracha y ella se dejó llevar a la mesa de noche. El cajón era para ella, aunque pronto no cabría: era cada vez más torso, más triángulo, quijada y patas.
¿Tenemos ratones?, chilló él. Ya casi no tomaba café: había que pasar frente a la mesa para prepararlo y ya no quería pasar frente a la mesa. No, le contesté, solo este ratón, y en tiempo pasado. Lo vi estremecerse del asco, ¿del miedo? Barrí el cuerpo; a ella solo le gustaban las cabezas. No se encaramó nunca más en el respaldo de la silla, pues una vez estuvo a punto de volcarla y yo, por suerte, pude lanzarme a toda velocidad para atraparla antes de que sufriera algún daño. Agradeció con un parpadeo, ¡parpadeaba!, y unió de nuevo esas manazas para rezar, para pedir. ¿Qué pedía?
Él comenzó a vivir encerrado en ese pequeño despacho al que antes llamábamos la madriguera por lo oscuro, pestilente y húmedo que era. Con llave, cerraba, y lo escuchábamos salir de noche por algo de comer, al baño. Y cerrar con cuidado de no molestar en mitad de nuestras plegarias, o de no despertarnos.
El pájaro entró una mañana por la ventana que yo abrí temprano. Ella vigilaba como siempre desde la mesa. El pájaro abrió las alas coloridas y se le plantó de frente; ¡se habría arrancado la propia cabeza para ofrecérsela de haber podido! Por la noche las dos nos reímos al escuchar el grito de él: había pisado plumas y sangre.
Un día ella se levantó de la cama de madrugada. A veces hacía eso. Caminó por el pasillo. Me gustaba escuchar el sonido de sus pies contra el suelo. Nunca tenía prisa, cada paso caía cuando debía. Volví a apoyar la cabeza sobre la almohada y escuché. Los pasos caían, sí, como gotas de agua cadenciosas y gordas, al ritmo perfecto. Cerré los ojos. Era un alivio no estar sola. Me sumía en el sueño de nuevo cuando el silencio me sobresaltó. Ya no caminaba. Salí de bajo las mantas y me asomé al pasillo. Su negra silueta, enorme y majestuosa, con las manos en plegaria, pedía. ¿Qué pedía?
Una puerta se abrió. La madriguera. Contuve el aliento.
Quién sabe qué se dijeron; estaba oscuro.
Al día siguiente barrí el resto. A ella solo le gustaban las cabezas.
¡Caray tanto creció! Muy bueno, gracias
Lograste darme ñáñaras en el occipucio y las falangetas...
Cuando tenía siete u ocho años recuerdo que mi mamá tomó una mantis con su mano. A mí me daba un poco de miedo pero mi mamá quería demostrarme que no había nada que temer. Se quedaron una frente a otra mirándose. «Se le ven los ojos y me mira», me dijo fascinada mi mamá. Y de pronto esa cosa le saltó en la cara. Salimos las dos corriendo a los gritos. Al día de hoy, si veo una la evito.
Lo adoré: bien oscuro, como me gustan.
Siempre he tenido esa cosa de fascinación/terror por los tatadioses, como se les dice por estos pagos argentos (aunque no sé qué tan popular sigue siendo el término 🤔).
Encontrar contenidos así te alegran el día, ¡gracias por compartir, Lorena!
🙋🏻♂️🙋🏻♂️🙋🏻♂️