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Relato de un náufrago interestelar


Carusso, el único sobreviviente de la tripulación del Polaris III, lamentaba que el último planeta que
exploró le diera el mismo resultado que el de sus anteriores cuatro intentos: un mundo árido y sin
atmósfera respirable. Decidió tumbarse sobre la plataforma de metal de la cápsula de escape. No
estaba cómodo, ya que las heridas de su espalda seguían cicatrizando, pero el frío metálico lo distraía,
aunque no lo suficiente como para dejar de maldecir al estúpido de Vega. Cerró los ojos y no pudo
evitar recordar.


—¡La compuerta delantera no resistirá más! —advirtió Altair mientras recargaba su pistola láser.


La tripulación se preparaba para la batalla. El cuadrante B-325 era famoso por las hordas de bio-
trepantes, arácnidos espaciales que no representaban amenaza alguna para los escudos del Polaris III,
naves de traficantes venusinos, con quienes la tripulación tenía un pacto de no agresión, ya que el
Polaris III también se dedicaba al contrabando, y las peligrosas erupciones estelares de Proxima
Centauri; pero ni los tripulantes ni la nave estaban preparados para una invasión de retumbantes
biónicos: pequeños alienígenas, muy cabezones, que se comunicaban por medio de sonidos profundos
y resonantes, parecidos a los de los sapos terrestres. Aunque eran de proporciones pequeñas, los
retumbantes biónicos eran bien conocidos por su sadismo y astucia, perfectos para la piratería
interestelar. La alarma de emergencia empezó a sonar solo después de que los primeros tripulantes
fueron atacados, razón por la cual los sobrevivientes estaban amontonados en la armería.


—¡Abran la puerta! ¡Abran! —gritó Vega, golpeando la compuerta trasera.


Le dieron un minuto para que recuperara el aliento. Si ya estaba de vuelta, significaba que había
logrado el objetivo.


—¿Cuánto tiempo tardará el aparato en reproducir la música? —preguntó Carusso.


—Un par de minutos, en cuanto la alarma deje de sonar —respondió Vega.


La tripulación sabía que las pistolas láser no serían suficientes para enfrentar a su adversario, que los
superaba por cinco a uno y contaba con una agilidad amenazante, producto de sus características
sónicas: podían regular sus pulsaciones, emitiendo sonidos guturales a gran velocidad. Esto les daba
una superioridad colectiva, ya que los sonidos que emitía uno ayudaban al resto. Se volvían una
colmena, una orquesta asesina. Los alienígenas, que no tenían extremidades que les permitieran
sostener armas, contaban con una suerte de pinzas, tan filosas que no les suponía mayor esfuerzo el
partir en dos a alguien.


Altair, el tripulante más experimentado, sabía que la música clásica terrícola, de melodía ligera,
supondría una ventaja, dado que interferiría con el rango de emisión de los retumbantes biónicos,
ralentizándolos. El plan estaba listo: Vega correría hasta su módulo habitacional, tomaría su
reproductor de MP7, que utilizaba a diario para escuchar música del milenio pasado, y lo conectaría
a los parlantes de la nave.


—¡Preparáos todos! —ordenó Carusso.


Los ocho tripulantes estaban listos. El sonido de los violines, clarinetes y contrabajos fue el banderazo
de partida para que salieran disparando, llenando los pasillos de la nave con rayos láser. La primera
composición que sonó fue El vals de las flores de Tchaikovsky. La delicada melodía contrastaba con
los gritos, los estallidos y los trozos de retumbantes biónicos, que salían disparados en todas
direcciones. Altair tenía razón: la música clásica, con su compás solemne, interrumpía las frecuencias
aceleradas de los retumbantes: se balanceaban de un lado a otro, como si disfrutaran del vals, aunque,
en realidad, era todo lo contrario.


Los tripulantes seguían íntegros; avanzaban, buscando llegar al centro de mando. Luego de
Tchaikovsky fue el turno de Strauss. Las notas de El Danubio Azul, por momentos intensas y por
momentos suaves, convertían la batalla en una montaña rusa: los tripulantes debían retroceder cuando
la melodía se intensificaba, pero recuperaban terreno cuando se volvía serena. Carusso, confiado en
que ya habían aniquilado a casi la mitad de los retumbantes, comenzó a tararear la melodía; era la
primera vez que la oía:


Ta-ra-ra-ra-rá


¡Pium! ¡Pium!


¡Pium! ¡Pium!


Ta-ra-ra-ra-rá


¡Pium! ¡Pium!


¡Pium! ¡Pium!


—¡Te has ganado un tequila in vitro! —le vociferó a Vega.


Tanto Carusso como el resto de los tripulantes sabían que contaban con la suerte de que Vega fuera
un aficionado de la música antigua: la nave portaba un bloqueador de red intergaláctica para evitar
ser detectados por las patrullas cósmicas, lo que hacía imposible que reprodujeran música o audio a
través del astro-galacto-meta-inter-inter-internet; dependían de la selecta lista de reproducción de
Vega.


—Alerta, cinco por ciento de batería restante —escucharon todos por el altavoz.


—¡Descuiden! Voy a buscar el cargador —dijo Vega, alejándose por el pasillo.


Faltaban unos quince metros para llegar al centro de mando. Carusso seguía disparando su pistola
láser, por la izquierda, a las patas de un bicho, y a la derecha, hacia las pinzas de otro.


Ta-ra-ra-ra-rá


¡Pium! ¡Pium!


¡Pium! ¡Pium!


Ta-ra-ra-ra-rá


¡Pium! ¡Pium!


¡Pium! ¡Pium!


Lo que Carusso no imaginaba era que, mientras aniquilaba al ritmo del vals, el descuidado —y
negligente, y tonto, ¡y estúpido e imbécil! — de Vega, en un arrebato por querer demostrar su amplio
conocimiento musical, se dedicó a buscar entre su colección virtual algo de Chopin.


—Me merezco toda una ronda de tequilas —murmulló, deslizando su dedo, buscando la canción
perfecta.


¡Ay Vega!


¡Tan despreocupado!


¡Tan contento de haber encontrado a Chopin!


¡Tan mutilado por un retumbante que entendió que ese aparatejo era el causante de su dolor craneal!


El bicho, a pesar del suplicio acústico, consiguió acercarse a su antebrazo, y con un ¡zis! ¡zaz!, cual
director de orquesta, lo dejó manco. Si tan solo Vega hubiera pensado rápido, en lugar de
contorsionarse en el suelo; si tan solo hubiera alejado su pulgar, ahora ajeno a su cuerpo, del botón
de «aleatorio», sus compañeros se hubieran deleitado con Chopin; por el contrario, los condenó a
escuchar su remix de Aserejé, más La Macarena.


Y cuando nada parecía ser peor, en cola los esperaba el Gangnam Style.


Carusso, al darse cuenta de que todo estaba perdido, se precipitó a la cápsula de escape. Mientras se
atendía las heridas, se preguntó qué querría decir la última canción que escuchó antes de abandonar
la nave, esa que para sus compañeros significó un himno fúnebre. Tiempo después, en una cantina de
Marte, se enteraría de que los antiguos terrícolas la llamaban «cumbia»:


La colaless, mostrá tu colaless.


La colaless, mostrá tu colaless.


La colaless, mostrá tu colaless.

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