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Muéstrame la superioridad moral

Una de las máximas más recurridas de la narrativa es "muéstrame, no me cuentes", que tiene que ver, a grandes rasgos, con encontrar recursos para la descripción de escenas o personajes que no se apoyen en el camino fácil de la enunciación de acciones o situaciones, para lo primero; en los adjetivos, para lo segundo. No me digas que hacía frío: muéstrame la piel erizada del personaje en las faldas del volcán, déjame sentir la nieve colándose por sus zapatos que no son impermeables, oblígame a parpadear para que los globos oculares no se me congelen de pura empatía.


En el caso de los personajes se trata, creo, de llegar a detalles tan específicos, físicos, psíquicos, temperamentales o de cualquier otra índole, que no caben en un adjetivo, que tienen que explicarse, y que parece imposible que no pertenezcan a una persona de carne y hueso. No me digas que era una chica locuaz; permíteme escuchar sus conversaciones, hurgar dentro de su bolso de playa (¡en invierno!) lleno de curiosidades, enamorarme de sus reacciones impredecibles y del sabor a Fanta de su aliento.


No me digas "Saúl tiene espíritu didáctico"; cuéntame de aquella vez que, tras dar un montón de vueltas en el coche antes de una cita, encontró al fin un sitio ideal para aparcar en la calle de enfrente. Al verlo acercarse con la sonrisa de triunfo iluminándole el rostro, emergió de la nada el clásico tipo que te señala el lugar que ya encontraste adjudicándose así el derecho a obtener una nimia paga por su nulo servicio. Saúl apagó el coche y se debatió por unos instantes entre darle los centavos o no. A continuación, un señor de edad cercana se estacionó un poco más adelante, bajó de su coche y saludó al tipo aquel con una sonrisa y una propina que seguro rebasaba por mucho el estándar, a lo que el dueño de la calle respondió con una inclinación de cabeza. Luego devolvió su atención a Saúl, que tardaba en bajar porque se preguntaba quién había establecido que había que pagarle a un parásito simplemente por estar de pie en el lugar correcto en el momento exacto.


Bajó del coche, cruzándose con el colega sonriente que se dirigía sin prisas a algún sitio, "no a una cita importante, sin duda", se dijo Saúl, desdeñoso. El compañero de aparcamiento le sonrió también a él; se habría levantado el sombrero de haber llevado uno sobre la grisácea cabeza. "Le sonríes a todos, le das dinero a todos", gruñó Saúl, azotando la puerta del auto. Soltó los centavos que había separado dentro de la bolsillo del pantalón y cruzó la calle con una nube entre las cejas.


Resultó que la oficina de su reunión estaba en un segundo piso cuyos ventanales daban, justamente, al trozo de calle en que se había estacionado. El tipo aquel había decidido recargarse sobre su coche "mientras diriges el tránsito de toda la ciudad, ¿no? Salvando tantas vidas gracias a tus dotes de observación, ¡qué haríamos sin ti!", gruñó Saúl, incapaz de concentrarse en las negociaciones al frente. Su anfitrión le ofreció un café y cuando se levantó, Saúl entornó la mirada y alcanzó a ver que el tipo miraba a su alrededor y al comprobar que no había gran flujo peatonal, encogía la nariz, arqueaba las cejas y parecía inhalar como un nadador olímpico antes de lanzarse a la piscina para luego escupir un plasma que quedó suspendido por unos instantes en el aire antes de tomar su forma, tan única como únicos son los copos de nieve, y estamparse en el parabrisas como la yema de un huevo lanzado con furia.


A Saúl la indignación lo atacó en forma de una tos complementada con arcadas ante la flema, que era visible desde su silla de oficina, desde el segundo piso, desde el otro lado de la calle. Tenía frente a sí la humeante taza de café y al hombre de negocios que había interrumpido su discurso para ofrecerle unos golpecitos en la espalda, que Saúl declinó con un gesto de las manos. Su anfitrión comentó que justo ese día no llovería; eso habían dicho las predicciones. Saúl se ajustó la corbata y vio cómo el tipejo aquel se alejaba algunos metros de su coche con un paso ciertamente danzarín. Incapaz de prestar atención a nada más, Saúl aceptó los términos desventajosos que le ofrecían, dejó intacto el café y le estrechó la mano al otro trajeado, que se había levantado para acompañarlo a la salida y preguntarle si necesitaba validación para el estacionamiento del edificio. Que no, que había aparcado enfrente, y hasta pronto.


En el corto trayecto por ascensor, Saúl decidió su curso de acción: la venganza perfecta. Preparó un billete, se amoldó el rostro a una afabilidad que reservaba solo a sus nietos, y caminó hasta el escupidor, que estaba recargado en un poste de luz a media cuadra de distancia. Al verlo acercarse, el tipo evitó su mirada e hizo ademán de alejarse, pero Saúl lo llamó "amigo" y le tendió el billete, agradeciéndole por haberle cuidado el coche. "Yo sé que algunos le dan antes, pero yo siempre doy después, pero doy bien", dijo, plastificándose la sonrisa hasta la incomodidad. El tipo estiró el brazo para tomar el billete y Saúl tardó en soltarlo. "Sí me aceptas el billete, ¿verdad?", insistió. "Pues claro que sí, jefe", replicó el otro. Luego se aclaró la garganta y, aterrorizado y nauseabundo, Saúl soltó el dinero y casi corrió hasta su coche. Tomó asiento y se resignó a mirar aquel efluvio verdoso todo el camino hasta su casa, mientras pensaba, satisfecho: "Con eso aprenderá la lección".


Eso, y no "Saúl tiene espíritu didáctico".



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