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Muéstrame, no me cuentes

MUÉSTRAME, NO ME CUENTES


Aquí tienen los textos que salieron en el video con ese nombre, para que puedan echar un vistazo con calma. Pueden ver cómo de "contar" una acción, una actitud o una emoción, pasamos a mostrarla, usando descripciones y otros recursos para transmitir algo más al lector.



A María le gustaba Ricardo pero le ponía nerviosa. Cuando él llego, los tres se fueron.


María lo vio llegar y de pronto la pelea con su madre dejó de tener importancia. Se pasó la lengua por los incisivos para asegurarse de no tener lápiz labial en ellos y trató de asumir la postura más casual que su emoción le permitiera. Ensayó una sonrisa y luego decidió ponerse seria. Carraspeó para no quedarse sin voz cuando él llegara con esos ojos, esa sonrisa, ese paso tan firme… Otra vez estaba sonriendo. Ricardo le tendió la mano y el contacto la hizo contener el aire. Se apresuró a soltarlo para que no creyera que lo retenía más de lo necesario, y los tres se fueron.



Me sentía furioso. No podía ni hablar.


Sentía el cuerpo caliente y tenía las manos tiesas; no cerradas en puños, por la artritis, sino en forma de garras, y las garras también podían destrozar, arrancar jirones de piel, separar músculo de hueso. Un aura roja me rodeaba y deseé que no se me acercara nadie: el espacio a mi alrededor estaba sembrado de minas antipersonales y estallarían con cualquier mal comentario, con cualquier mal gesto. No podía ni hablar.



El hombre de la barra estaba muy impaciente.


No se limitaba a tamborilear los dedos en la barra, como es el gesto usual: su pie se movía al mismo ritmo y golpeaba la madera. Por si esto no bastara, comenzó a carraspear; carraspeaba, golpeaba, tamborileaba, y alcancé a ver que incluso alzaba las cejas a un ritmo similar. Miró su muñeca, aunque no vi que llevara reloj, y se cambió de silla muchas veces.



Bajó del coche y miró a su alrededor. Esa calle era tétrica.


Bajó del coche y miró a su alrededor. Todavía no anochecía y esa calle ya parecía más oscura que el resto de la ciudad. Había gente, pero andaban con las cabezas hundidas entre los hombros, mirando a un lado y al otro como si esperaran que una bestia saliera por la ventana rota de alguno de esos edificios viejos y angulosos, con boquetes en las paredes como bocas abiertas.



Se acostó en la cama pero no podía dormir. Estaba pensando en demasiadas cosas.

Se acostó y dio un par de vueltas en la cama. Cerró los ojos pero de pronto le daba comezón una pierna, le daba sed, no encontraba la posición más cómoda. ¿Lograrían interceptar la carta antes de que llegara a las manos de Arturo? Qué importaba. Ya no podía hacer nada. Prendió la luz. ¿Hacía calor? Revisó el termómetro: veinte grados. No hacía calor. No había tenido tiempo de revisar el reporte; seguro tenía algún error. ¿Y si la despedían? Más valía que cambiara las sábanas al día siguiente, que estaba sudando muchísimo. Quizá le llegaba ya la menopausia, los bochornos. No podía ser, a sus cuarenta años. Arturo nunca la perdonaría. Una oveja, dos, tres, setenta. El sueño no llegaba.



En la fiesta supo que era el hombre perfecto: atractivo, deportista y educado.


Durante la fiesta tuvo oportunidad de analizarlo. En primer lugar, le atraían sus largas trenzas canas, con la parte de arriba de la cabeza totalmente calva, los ojillos entrecerrados que le daban un aire de eterna concentración, y la boca oculta por un bigote demasiado largo, que no obstante no le evitaba de alimentarse bien, pues era evidente el deporte que practicaba y ella siempre había tenido algo por los luchadores de sumo. Escuchó, entre otras cosas, cómo citaba a los más importantes filósofos, por lo que dedujo además que era muy educado.


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